jueves, 29 de enero de 2015

Sonrisa Panadería

Era de unos doce o trece años, vestidita de verano, cola de caballo y chasquilla recta.
Era la hora de la tarde, esa en que coinciden los trabajadores que vuelven al hogar, los enamorados que se reencuentran, los que aprovechan el atardecer para hacer deporte, y los que esperan la salida del pan.
Y allí estaba ella, entusiasmada insinuándole a quien imagino era su abuelita, que le comprase alguna de aquellas tartas de ensueños con frutos brillantes y coloridos que tanto llaman la atención. 
La abuelita accedió a tal petición y mientras fue a pagar le dejó la bolsa del pan a la chica.

Giraba y giraba la bolsa del pan la niña sobre una mesa redonda que giraba sobre su base.
Giraba la bolsa del pan, giraba la bolsa del pan, tanto que hasta los huevos parecieron batirse un poco más.

Y entre giro y giro me miró a los ojos.

Yo al otro lado de la vitrina, en la calle, sosteniendo la bicicleta le esbocé una sonrisa, que fue devuelta, aunque preguntándose qué hacía yo ahí del otro lado mirándola tan detenidamente.

En nuestra complicidad, a uno y otro lado del vidrio, ella continuó girando el pan en la mesa, giraba y giraba a espaldas de la abuela, en frente de mis ojos.

La fuerza centrífuga hizo lo suyo dejando caer la bolsa del pan al suelo. La niña en segundos la tomó, se irguió como si nada hubiese pasado y corroboró rápidamente que la abuela no la hubiese visto. 
Acto seguido se giró hacia mí y me regaló una pequeña e instantáneamente contagiosa carcajada.
Sólo ella y yo sabíamos lo que había ocurrido.

Me reí hasta que volvió mi pareja, a quien esperaba, de la panadería. 
Me fui con él, y ella con su abuelita, pero su sonrisa me acompañó todo el camino de vuelta a casa. 
Esa es la hora del pan y ella... ella era la pequeña sonrisa panadería.

Constanza Cerda