Sus bolsillos estaban vacíos a pesar de haber sido un día de arduo trabajo. No entendía por qué, pero ese día no había logrado obtener monedas en ninguno de los varios viajes que hizo.
Cansado, y con un último esfuerzo esperanzado en no volver con las manos vacías a casa, tomó la última micro del día. Se instaló como de costumbre en una esquina, lo suficientemente segura como para que los pasamanos pudieran detenerlo en caso de alguna frenada, puesto que su avanzada edad no le favorecía en equilibrio ni fuerza, y vestido como señor de otra época, aunque muy acorde a sus modales y edad, saludó al público, comenzando con un gesto de hombre de orquesta a tocar.
Su mano derecha bailaba ágilmente sobre las teclas, tan rápido y tan ritmico que era dificilísimo distinguir el momento preciso en que eran presionadas, sólo se oía el sonido continuo y exacto que se fundía con los botones presionados con igual destreza por su mano izquierda, ambos ritmos se hacían uno con el vaivén del fuelle, el cual era en parte impuesto y en parte se dejaba llevar por el propio vaivén de la micro.
Tocó, y tocó mucho, canción tras canción y su público intermitente quedaba fascinado sin distinción de sexo, edad u ocupación. Tanta pasión le dedicaba el señor, por ser su último viaje del día, que los pasajeros no querían interrumpirlo, aunque deseaban dejarle más de una moneda en sus manos.
Juana, una mujer mayor se bajaba en Salvador, y le dejó a un joven que estaba sentado cercano a la salida algunas monedas para que él se las entregara al hombre de la música cuando acabara.
Andrea y Felipe, dos compañeros de colegio debían bajarse en Pedro de Valdivia, y recordando el gesto de la señora, hicieron lo mismo, dejándole al mismo joven algunas monedas para el señor.
Pedro y su hija Florencia, María una joven colombiana, Esteban un caballero de sombrero y Sofía una mujer sorda se bajaron en Tobalaba, dejándole al mismo joven un puñado de monedas para el señor.
Así fue como en Vespucio, Manquehue, Tomas Moro, Padre Hurtado y aún más allá el joven fue acumulando tantas monedas que tuvo que pedirle prestada una bolsa de tela a una señora para irlas guardando.
El hombre del acordeón no cesaba su música, tocaba con los ojos cerrados percibiendo solamente el viento en su rostro y la música en sus manos, y con el corazón apretado seguía tocando poniendo cada vez más fuerza, a razón de sentirse desconcertado al no recibir aún ninguna moneda. ¿Estaré haciendo algo mal? Quizás ya no toco como antes...Era lo que pensaba mientras intentaba tocar como nunca lo había hecho.
La micro se detuvo y el conductor hizo señales para que bajaran de la micro al haber finalizado su recorrido, el hombre del acordeón no podía creerlo, no había nadie en la micro y él llegaría a casa con las manos vacías, bajó y caminó sin rumbo, estaba muy lejos de su hogar, no tenía dinero para tomar otra micro.
Caminó algunos pensamientos cuando una mano en su hombro lo distrajo de ellos. Se volteó y vio a un joven muy delgado, de mediana estatura, con los zapatos muy gastados, polera sucia y pantalones agujereados, tenía una mirada muy amable y sonreía.
- Esto es suyo, señor. Usted nos ha regalado un viaje maravilloso. - Le dijo el joven pasándole un kilo y medio de admiración, agradecimiento, sonrisas, y sueños.
El hombre sin entender recibió la bolsa y al mirar su contenido buscó los ojos del joven con muchas preguntas en su cabeza.
-¿Para mi? ¿Porqué? - Replicó.
El joven le explicó paso a paso como fueron sucediendo las cosas, desde que el señor se había subido a la micro, cómo las personas le fueron pasando las monedas poco a poco, cómo incluso una mujer sorda le dejó monedas y cómo el joven decidió acompañarlo hasta el final del recorrido sólo para seguir recolectando monedas y podérselas entregar al final del camino.
El hombre estaba emocionado, eso era más de lo que él hubiera recolectado en una semana de trabajo, y estaba feliz. Se sintió tan agradecido de todas esas personas, sintió que su trabajo había valido la pena, pero sobretodo estaba agradecido de ese joven, que sin conocerlo había decidido acompañarlo y cobijar un tesoro para él.
-Ten, toma la mitad. - Le dijo al joven - Tu también fuiste parte de esto, sin ti yo no hubiera podido juntar tal recompensa.
El joven lo miró asombrado, y recibió muy agradecido la mitad de la bolsa, su familia estaría muy feliz de tener un dinerito extra para la comida del día siguiente.
Y así fue como ambos unieron camino de vuelta a sus hogares, el joven le insinuó que le gustaría aprender a tocar el acordeón y el señor se ofreció gentil a enseñarle, descubrieron además que vivían cerca, y soñaron con que algún día tocarían juntos en alguna micro y que no lo harían para recibir monedas, sino simplemente para alegrarle la vida a todas esas cientos de personas que viajan a diario y que gustan de distraer sus corazones de la bulla de la ciudad con un poco de amor hecho música.
Ambos llegaron a casa felices por la gran recompensa que le dio ese día: Un nuevo amigo, un maestro y un joven soñador.
Ambos llegaron a casa felices por la gran recompensa que le dio ese día: Un nuevo amigo, un maestro y un joven soñador.
El cariño desinteresado une los corazones desconocidos, gestos simples nos hacen la vida más bella.
Agradecimiento a todos aquellos cantantes que nos alegran la vida en las calles, y que muchas veces, no reciben a cambio lo que merecen.
Constanza Cerda